INFLUENCIA DEL CINE EN LA SOCIEDAD
Al referirnos de la influencia del cine en nuestras vidas, es fácil que asome a nuestros labios un rictus de escepticismo: ¡Otra vez la visión apocalíptica de las películas! Y es cierto que se ha hablado de ello con frecuencia, pero rara vez desde una perspectiva antropológica. Desde sus orígenes, el cine ha actuado siempre como un modelo conformador de actitudes y estilos de vida, un espejo en el que todos nos miramos para decidir nuestros modelos y nuestras pautas de comportamiento. Por eso las películas cinematográficas influyen tan notablemente en nuestra percepción de la realidad.
Podemos decir que el cine como factor de socialización tiene una influencia en los valores y en las pautas de conducta. Tiene un magnetismo que es universal. Quedamos impresionados por la evidencia, traída ante nuestros ojos, pues el influyente cine ejerce sobre el punto de vista intelectual y moral de millones de jóvenes”. Su influencia parece ser proporcional a la debilidad no sólo de los jóvenes, también de la escuela, la Iglesia y el vecindario. Allí donde las instituciones que tradicionalmente han transmitido actitudes sociales y formas de conducta han quebrado (…), el cine asume una importancia mayor como fuente de ideas y de pautas para la vida”.
Titanic como muchas otras películas vistas en los cines por millones de espectadores de todo el mundo, ha influido sobre la consideración del noviazgo, el compromiso y las relaciones prematrimoniales más que todas las explicaciones que puedan existir en el aula sobre estas materias. Y es que, en el fondo, subyace el problema de la autoridad en la educación.
Ante la desorientación o indiferencia de los mayores, los jóvenes otorgan actualmente más autoridad del conocimiento de la realidad y de cómo debería ser la realidad a las películas que a las clases de ética y de moral en la escuela, a las conversaciones orientadoras con sus padres y hermanos, y hasta la evidencia de su vida familiar experimentada durante años.
Cuando advertimos el alcance de audiencias millonarias que han logrado algunas películas demoledoras o, cuando menos, disolventes en lo que se refiere a la imagen de la familia. Filmes como La naranja mecánica, Instinto básico o American Beauty han superado en los cines de muchos países más de cinco millones de espectadores. Y en la mayor parte de los casos quienes las veían no eran conscientes de la amargura, cinismo y revisión crítica de la institución familiar que esas cintas les habían dejado.
El cine contribuye, con la difusión internacional de los filmes, a la homogeneización cultural de todos los países. Pero ésta es sólo una parte del influjo que las películas ejercen sobre las audiencias. Tudor señala, junto a la función de socialización, otra función de legitimación. “La primera afirma que es el proceso por el cual las películas, como parte de nuestra cultura, nos suministran un ‘mapa’ cultural para que podamos interpretar el mundo. La segunda es el proceso más general por el cual las películas se usan para justificar o legitimar creencias, actos e ideas”.
Hoy en día, el cine ha legitimado conductas y percepciones de la realidad que antaño provocaban el rechazo o la discrepancia de la mayoría de la población. Sin embargo, en la actualidad esas cuestiones se aceptan como inevitables, o incluso como “tal vez correctas”, por la carta de legitimidad que las películas le han otorgado. Entre otros aspectos que el cine ha contribuido a legitimar, podrían señalarse éstos que afectan directamente a la familia:
— La homosexualidad, en cintas como Brokeback Monutain, Philadelphia, Las horas o La boda de mi mejor amigo.
— La convivencia durante el noviazgo: en teleseries de audiencia juvenil, como Compañeros y Al salir de clase, o en otras muchas teleseries: Aquí no hay quien viva, Los Serrano, etc.
— La ruptura familiar, incluso el adulterio como liberación personal. Entre otros filmes, cabe citar Memorias de África o Los puentes de Madison.
— La eutanasia, con la promoción alborotada de películas ideológicamente orientadas, como Million Dollar Baby o Mar adentro.
Ciertamente, el cine ha sido siempre una “fábrica de sueños”. En ellos nos proyectamos y tratamos de configurar nuestras identidades. Por eso, porque son punto de referencia para nosotros mismos, el séptimo arte ha sido también comparado a un gran espejo en el que nos miramos y buscamos nuestro verdadero rostro. Lo que esa imagen autoriza a pensar o a actuar, será asumido por nosotros como algo legítimo, válido y plenamente aceptable en nuestra vida.
Por otra parte, el cine posee un impacto multidimensional, del que difícilmente podemos sustraernos. A diferencia del periódico o la revista, que afecta sólo al sentido de la vista; o a diferencia de la radio, que incide sólo sobre el oído, el cine influye en varios sentidos al mismo tiempo. Ofrece una imagen, como la pintura o la fotografía (con un estudiado tratamiento de la luz, el encuadre, la composición, etc), pero añade a la vez la sugestión del movimiento (como en la danza o en el baile); y, al mismo tiempo, nos envuelve con la banda sonora (como en una audición musical), y realza la acción con los efectos de sonido, y con una modulación de la voz en los actores, y con una retórica verbal en el guión. Todo ello está afectando simultáneamente a nuestro psiquis, que es incapaz de separar todos esos estímulos y anteponer para cada uno de ellos el adecuado filtro. Por todo ello, resulta muy difícil sustraerse al impacto que puede producir una secuencia bien planificada, y prácticamente imposible moderar el juego de emociones que va desarrollando el argumento del filme: porque la historia se “siente” al compás de la música; y la interpretación de los actores, con la luz o la decoración que se han escogido para esa escena. Ej: El Cisne Negro, High School Musical, entre otros filmes.
Sólo el ambiente de la sala contribuye a que “nos metamos” en la historia ficticia. Se apagan las luces, se enciende un proyector sobre la pantalla de grandes proporciones y empieza el sonido de una música que procede de todas direcciones. Nada nos distrae de esa trama que comienza: como cuando vemos el televisor, ni llamadas telefónicas o tareas pendientes. Todo está pensado para invitar a la relajación y la contemplación; y, de hecho, los ojos no pueden ver si no es en la dirección de la pantalla.
Es precisamente en esas circunstancias cuando acontece lo que Woody Allen plasmó metafóricamente en la película La rosa púrpura del Cairo: el espectador se siente impulsado a cruzar el espacio que le separa de la pantalla y, con su imaginación, entra en el mundo de la ficción cinematográfica y experimenta en sí las emociones que viven los personajes: se alegra, se entristece o se enamora con el protagonista, y hace vida propia sus inquietudes e ideales.
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